Vicente Huidobro: La Confesión Inconfesable

VICENTE HUIDOBRO — Toda mi vida puede resumirse en estas tres palabras: amor, poesía, análisis. El amor me ha hecho cometer eso que llaman errores y perdonar los de los demás; en el amor siempre he dado sin reservas y desinteresadamente. La poesía me ha prestado una enorme dosis de exaltación y me ha permitido cubrir la fealdad y el tedio cotidiano con un ropaje de maravilloso. El análisis me ha convertido en un revolucionario de todos los conceptos y todos los prejuicios, de todos esos principios establecidos sobre la sola base de la hipocresía social. Todo espíritu analítico tiene que ser un rebelde.

Tutta la mia vita la si può riassumere in queste tre parole: amore, poesia, analisi.

Estas tres palabras características de todos mis actos siempre han llevado plantada encima una bandera de sinceridad.

Desde mi niñez nunca he obrado en disconformidad con lo más íntimo de mi ser. Ante cada acción, ante cada gesto de mi vida siempre me he mirado hacia adentro preguntando: ¿estás de acuerdo, corazón?


A los trece años mientras mis compañeros de colegio hacían colecciones de sellos, yo perdía mi tiempo escribiendo cartas de amor a la Lanthelme, entonces la reina de París y por las noches soñaba con la comtesse de Noailles cuyo retrato por De la Gándara me tenía obsesionado.

La comtesse venía a visitarme y cuando se iba de mi cuarto, espantada por el filo de espada de la primera luz que entraba por la cerradura de la puerta, me decía alegre y satisfecha: Tu est un bon poete, mon petit, mais tu est bien mieux comme amant.

Yo me hinchaba de orgullo y saltaba de la cama para irme al colegio.

Años más tarde, cuando conocí a la comtesse de Noailles en París, cuando la vi por primera vez en sangre y huesos, nuestro encuentro fué un pequeño choque. Claro; como viejos amantes.

¡Qué discutir más tonterías! Era de creer que un saco de rencores acumulados se vaciaba de un golpe. Hablando sobre poesía le dije algunas pesadeces.

Recuerdo que la esposa de Leonardo Penna, que se encontraba en aquella reunión, me dijo varias veces: cuidado, que la va a enfurecer.

En ese famoso té se agrupaban en torno a la comtesse, gente del gran mundo, escritores y artistas. Allí todo lo que fuera contra ella era un sacrilegio.

Pero yo no podía contenerme, tenía verdaderas ansias de pelear con ella!

De pronto Madame de Noailles se levantó diciendo: Ce jeune homme me rend nerveuse, y se despidió de los asistentes con aire de profundo desagrado.

Nadie comprendió nada. Pero yo sonreía triunfalmente: me había vengado de todas las infidelidades de mi amada poetisa.

El ir contra la corriente siempre me ha agradado. En aquellos años yo no iba contra la corriente por ir contra la corriente, sino que ello era natural en mí, espontáneo e impremeditado como la respiración.

Mis amores con la Lanthelme fueron más hermosos. A mis cartas encendidas ella respondió con una tarjeta postal y una fotografía que yo clavé con dos chinches en mi corazón.

Después en París supe por su hermana que ella solía decir entre sus adoradores innumerables: El que más me quiere es mon petit amoureux du Chili.

A los quince años me enamoré perdidamente de la princesa Tatiana. Tenía mi cuarto lleno de retratos de la princesa recortados en revistas y diarios.

Ah! si el día de la revolución Rusa ella me hubiera llamado, yo habría dejado mi pellejo a sus pies por salvarle la vida. Pero ella debía amar entonces a algún ruso, cuadrado que le decía en ruso.

— Ya vas lublu.

Y ella le respondía.

— Yac vam lechou.

¡Pobre Tatiana, cómo recordé mi infancia el día de tu muerte!

Las colecciones de sellos de mis amigos aumentaban más rápidamente que mi colección de retratos. Pero yo ponía tanta pasión en cada una de mis pasiones. Era tan sincero.

En las noches cuando desfilaban las caras amadas ¡cómo saltaba de gozo mi corazón! sus aletazos me tenían trizadas las costillas.

Mis primeros amores murieron trágicamente casi todos. Lanthelme paseándose en su yatch en una noche de orgía se tiró al Rin, o la tiraron al Rin, ebrio de sus encantos más que de «las viñas que se miran en él». Y un pedazo de mi corazón yace en el fondo del maravilloso río bordado de castillos encantados, del mismo Rin de Loreley, la embrujadora de las estrofas populares.

Tatiana murió atravesada por una bala, cuya punta de acero no he podido extraer de mi pecho y sigue envenenándome la sangre.

¡Pobre Tatiana! ¿Era acaso necesaria tu vida para que triunfaran nuevas ideas? ¿era necesaria tu sangre para teñir el alba nueva? ¡Pobre Lanthelme! Mis cartas llenas de faltas de ortografía, mis cartas que llegaban a ella cansadas por tan largo viaje y con sellos de las antípodas, debían conmover extrañamente su corazón.

Y aquí, agregando a esta reseña la sonrisa anglicana o francófila de alguna institutriz, terminan los ensueños de la primera adolescencia.

Hasta que un día apareció en mi vida el amor realidad, la mujer tremenda, la mujer fatal. Se presentó a mí con dos puñales finísimos en los ojos y encendiendo de besos mi boca y mis mejillas, con pasos de mammouth sobre mi corazón.

Ella, la mujer.

¡Piedad, Señor, piedad!

Y una mañana amaneció asesinado el niño al fondo de mi alma, asesinado por sus dos puñales de diamante.

A pesar de una inclinación fatal hacia el amor, de una necesidad de ternura y de expansión de caricias y de delirios exaltados, había en mí algo contradictorio. Quería ser un huraño, me sentía solo, aún en medio de mis amigos y del bullicio, una especie de muralla china me separaba de los demás.

Había nacido para tigre, quería ser un solitario, encerrado en mí mismo y he aquí que la cambiadora de rumbos se anuncia y se presenta. Una fatalidad de un metro setenta y dos…

Y aparecieron las noches maravillosas y horrendas.

El cuerpo y el alma se debatían en un nudo apretado de nervios y de arterias. Las llamas subían al cielo y lamían el azul, nuestros corazones brillaban con descargas eléctricas. . . Ah! el incendio cotidiano.

Así fué como ella se presentó implacablemente.

Llegó.

Y todas las avenidas de mi corazón se engalanaron para el paso de la reina.

Dos fosforecencias trágicas se dilataron en el fondo de mi vida y todas las otras luces se apagaron como por encanto.

Pero esta es la parte más incofesable de la inconfesable confesión. Esta es la parte que queda en silencio, que queda detrás de todas las palabras. Contarla sería mancharla. Es el rincón sagrado del corazón.

Ella y yo solamente podemos leería, otras miradas vendrían a mosquear nuestro manjar secreto. . .

Espero, espero, allá lejos, con los brazos abiertos paralelos al horizonte de los últimos sonidos.