Quiroga: El manual, los “trucs” y el Decalogo del perfecto cuentista

Horacio Quiroga

HORACIO QUIROGA El manual del perfecto cuentista. | Una larga frecuentación de las personas dedicadas entre nosotros a escribir cuentos, y alguna experiencia personal al respecto, me han sugerido más de una vez la sospecha de si no hay, en el arte de escribir cuentos, algunos trucs de oficio, algunas recetas de cómodo uso y efecto seguro, y si no podrían ellos ser formulados para pasatiempo de las muchas personas cuyas ocupaciones serias no les permiten perfeccionarse en una profesión mal retribuida por lo general, y no siempre bien vista.

Esta frecuentación de los cuentistas, los comentarios oídos, el haber sido confidente de sus luchas, inquietudes y desesperanzas, han traído a mi ánimo la convicción de que, salvo contadas excepciones en que un cuento sale bien sin recurso alguno, todos los restantes se realizan por medio de recetas o trucs de procedimiento al alcance de todos, siempre, claro está, que se conozcan su ubicación y su fin.

Varios amigos me han alentado a emprender este trabajo, que podríamos llamar de divulgación literaria, si lo de literario no fuera un término muy avanzado para una anagnosia elemental.

Un día, pues, emprenderé esta obra altruista, por cualquiera de sus lados, y piadosa, desde otro punto de vista.

Hoy apuntaré algunos de los trucs que me han parecido hallarse más a flor de ojo. Hubiera sido mi deseo citar los cuentos nacionales cuyos párrafos extracto más adelante. Otra vez será. Contentémonos por ahora con exponer tres o cuatro recetas de las más usuales y seguras, convencidos de que ellas facilitarán la práctica cómoda y casera de lo que se ha venido a llamar el más difícil de los géneros literarios.

Comenzaremos por el final. Me he convencido de que, del mismo modo que en el soneto, el cuento empieza por el fin. Nada en el mundo parecería más fácil que hallar la frase final para una historia que, precisamente, acaba de concluir. Nada, sin embargo, es más difícil.

Encontré una vez a un amigo mío, excelente cuentista, llorando, de codos sobre un cuento que no podía terminar. Faltábale tan sólo la frase final. Pero no la veía, sollozaba, sin lograr verla así tampoco.

He observado que el llanto sirve por lo general en literatura para vivir el cuento, al modo ruso; pero no para escribirlo. Podría asegurarse a ojos cerrados que toda historia que hace sollozar a su autor al escribirla, admite matemáticamente esta frase final:

«¡Estaba muerta!»

Por no recordarla a tiempo su autor, hemos visto fracasado más de un cuento de gran fuerza. El artista muy sensible debe tener siempre listos, como lágrimas en la punta de su lápiz, los admirativos. Las frases breves son indispensables para finalizar los cuentos de emoción recóndita o contenida. Una de ellas es:

«Nunca más volvieron a verse».

Puede ser más contenida aún:

«Sólo ella volvió el rostro».

Y cuando la amargura y un cierto desdén superior priman en el autor, cabe esta sencilla frase:

«Y así continuaron viviendo».

Otra frase de espíritu semejante a la anterior, aunque más cortante de estilo:

«Fue lo que hicieron».

Y ésta, por fin, que por demostrar gran dominio de sí e irónica suficiencia en el género, no recomendaría a los principiantes:

«El cuento concluye aquí. Lo demás apenas si tiene importancia para los personajes».

Esto no obstante, existe un truc para finalizar un cuento, que no es precisamente final, de gran efecto siempre y muy grato a los prosistas que escriben también en verso. Es éste el truc del leitmotiv.

Comienzo del cuento: «Silbando entre las pajas, el fuego invadía el campo, levantando grandes llamaradas. La criatura dormía…»

Final: «Allá a lo lejos, tras el negro páramo calcinado, el fuego apagaba sus últimas llamas…»

De mis muchas y prolijas observaciones, he deducido que el comienzo del cuento no es, como muchos desean creerlo, una tarea elemental. «Todo es comenzar». Nada más cierto; pero hay que hacerlo. Para comenzar se necesita, en el noventa y nueve por ciento de los casos, saber adónde se va. «La primera palabra de un cuento —se ha dicho— debe ya estar escrita con miras al final».

De acuerdo con este canon, he notado que el comienzo exabrupto, como si ya el lector conociera parte de la historia que le vamos a narrar, proporciona al cuento insólito vigor. Y he notado asimismo que la iniciación con oraciones complementarias favorece grandemente estos comienzos. Un ejemplo:

«Como Elena no estaba dispuesta a concederlo, él, después de observarla fríamente, fue a coger su sombrero. Ella, por todo comentario, se encogió de hombros».

Yo tuve siempre la impresión de que un cuento comenzado así tiene grandes probabilidades de triunfar. ¿Quién era Elena? Y él, ¿cómo se llamaba? ¿Qué cosa no le concedió Elena? ¿Qué motivos tenía él para pedírselo? ¿Y por qué observó fríamente a Elena, en vez de hacerlo furiosamente, como era lógico esperar?

Véase todo lo que del cuento se ignora. Nadie lo sabe. Pero la atención del lector ha sido cogida de sorpresa, y esto constituye un desiderátum en el arte de contar.

He anotado algunas variantes a este truc de las frases secundarias. De óptimo efecto suele ser el comienzo condicional:

«De haberla conocido a tiempo, el diputado hubiera ganado un saludo, y la reelección. Pero perdió ambas cosas».

A semejanza del ejemplo anterior, nada sabemos de estos personajes presentados como ya conocidos nuestros, ni de quién fuera tan influyente dama a quien el diputado no reconoció. El truc del interés está, precisamente, en ello.

«Como acababa de llover, el agua goteaba aún por los cristales. Y el seguir las

líneas con el dedo fue la diversión mayor que desde su matrimonio hubiera tenido la

recién casada».

Nadie supone que la luna de miel pueda mostrarse tan parca de dulzura al punto de hallarla por fin a lo largo de un vidrio en una tarde de lluvia.

De estas pequeñas diabluras está constituido el arte de contar. En un tiempo se acudió a menudo, como a un procedimiento eficacísimo, al comienzo del cuento en diálogo. Hoy el misterio del diálogo se ha desvanecido del todo. Tal vez dos o tres frases agudas arrastren todavía; pero si pasan de cuatro, el lector salta enseguida. «No cansar». Tal es, a mi modo de ver, el apotegma inicial del perfecto cuentista. El tiempo es demasiado breve en esta miserable vida para perderlo de un modo más miserable aún.

De acuerdo con mis impresiones tomadas aquí y allá, deduzco que el truc más eficaz (o eficiente, como se dice en la Escuela Normal), se lo halla en el uso de dos viejas fórmulas abandonadas, y a las que en un tiempo, sin embargo, se entregaron con toda su buena fe los viejos cuentistas. Ellas son:

«Era una hermosa noche de primavera» y «Había una vez…»

¿Qué intriga nos anuncian estos comienzos? ¿Qué evocaciones más insípidas, a fuerza de ingenuas, que las que despiertan estas dos sencillas y calmas frases? Nada en nuestro interior se violenta con ellas. Nada prometen ni nada sugieren a nuestro instinto adivinatorio. Puédese, sin embargo, confiar seguro en su éxito… si el resto vale. Después de meditarlo mucho, no he hallado a ambas recetas más que un inconveniente: el de despertar terriblemente la malicia de los cultores del cuento. Esta malicia profesional es la misma con que se acogería el anuncio de un hombre que se dispusiera a revelar la belleza de una dama vulgarmente encubierta: «¡Cuidado! ¡Es hermosísima!»

Existe un truc singular, poco practicado, y, sin embargo, lleno de frescura cuando se lo usa con mala fe.

Este truc es el del lugar común. Nadie ignora lo que es en literatura un lugar común. «Pálido como la muerte» y «Dar la mano derecha por obtener algo» son dos bien característicos.

Llamamos lugar común de buena fe al que se comete arrastrado inconscientemente por el más puro sentimiento artístico; esta pureza de arte que nos lleva a loar en verso el encanto de las grietas de los ladrillos del andén de la estación del pueblecito de Cucullú, y la impresión sufrida por estos mismos ladrillos el día que la novia de nuestro amigo, a la que sólo conocíamos de vista, por casualidad los pisó.

Ésta es la buena fe. La mala fe se reconoce en la falta de correlación entre la frase hecha y el sentimiento o circunstancia que la inspiran.

Ponerse pálido como la muerte ante el cadáver de la novia es un lugar común. Deja de serlo cuando, al ver perfectamente viva a la novia de nuestro amigo, palidecemos hasta la muerte.

«Yo insistía en quitarle el lodo de los zapatos. Ella, riendo, se negaba. Y, con un breve saludo, saltó al tren, enfangada hasta el tobillo. Era la primera vez que yo la veía; no me había seducido, ni interesado, ni he vuelto más a verla. Pero lo que ella ignora es que, en aquel momento, yo hubiera dado con gusto la mano derecha por quitarle el barro de los zapatos».

Es natural y propio de un varón perder su mano por un amor, una vida o un beso. No lo es ya tanto darla por ver de cerca los zapatos de una desconocida. Sorprende la frase fuera de su ubicación psicológica habitual; y aquí está la mala fe.

El tiempo es breve. No son pocos los trucs que quedan por examinar. Creo firmemente que si añadimos a los ya estudiados el truc de la contraposición de adjetivos, el del color local, el truc de las ciencias técnicas, el del estilista sobrio, el del folklore, y algunos más que no escapan a la malicia de los colegas, facilitarán todos ellos en gran medida la confección casera, rápida y sin fallas, de nuestros mejores cuentos nacionales…


Los trucs del perfecto cuentista | Días atrás, en estas mismas páginas, comentábamos algunos trucs inocentes a que recurre todo cuentista que cuida en lo que vale de su profesión. Una historia —anotamos previamente— puede surgir de una pieza, sin que se haya recurrido a truc alguno para su confección. Se han visto casos. Pero ¡cuán raros y qué cúmulo de decepciones han proporcionado a su autor!

Pues, por extraño que parezca, el honesto público exige del cuento, como de una mujer hermosísima, algo más que su extrema desnudez. El arte íntimo del cuento debe valerse con ligeras hermosuras, pequeños encantos muy visibles, que el cuentista se preocupa de diseminar aquí y allá por su historia.

Estas livianas bellezas, al alcance de todos y por todos usadas, constituyen los trucs del arte de contar.

Desde la inmemorial infancia de este arte, los relatos de color local —o de ambiente, como también se les llama con mayor amplitud— han constituido un desiderátum en literatura. Los motivos son obvios: evocar ante los ojos de un ciudadano de gran ciudad la naturaleza anónima de cualquier perdida región del mundo, con sus tipos, modalidades y costumbres, no es tarea al alcance del primer publicista urbano. Lo menos que un cuento de ambiente puede exigir de su creador es un cabal conocimiento del país pintado: haber sido, en una palabra, un elemento local de ese ambiente.

Las estadísticas muy rigurosas levantadas acerca de este género comprueban el anterior aserto. No se conoce creador alguno de cuentos campesinos, mineros, navegantes, vagabundos, que antes no hayan sido, con mayor o menor eficacia, campesinos, mineros, navegantes y vagabundos profesionales; esto es, elementos fijos de un ambiente que más tarde utilizaron (explotamos, decimos nosotros) en sus relatos de color.

«Sólo es capaz de evocar un color local quien, sin conciencia de su posición, ha sido un día color de esa localidad». Esta frase concluye la estadística que mencionamos. Nosotros solemos decir, sin lograr entendernos mucho: el ambiente, como la vida, el dolor y el amor, hay que vivirlos.

Sentado esto, ¡cuán pobre sería nuestra literatura de ambiente si para ejercerla debiéramos haber sido previamente un anónimo color local!

Existe, por suerte, un truc salvador. Gracias a él los relatos de ambiente no nos exigen esa conjunción fatal de elementos nativos, por la cual un paisaje requiere un tipo que lo autorice, y ambos, una historia que los justifique. La justificación del color, mucho más que la del tiraje, ha encanecido prematuramente a muchos escritores.

El truc salvador consiste en el folklore. El día en que el principiante avisado denominó a sus relatos, sin razón de ser, «obra de folklore», creó dos grandes satisfacciones: una patriótica y la otra profesional.

Un relato de folklore se consigue generalmente ofreciendo al lector un paisaje gratuito y un diálogo en español mal hablado. Raramente el paisaje tiene nada que ver con los personajes, ni éstos han menester de paisaje alguno para su ejercicio. Tal trozo de naturaleza porque sí, sin embargo; la lengua de los protagonistas y los ponchos que los cobijan caracterizan, sin mayor fusión de elementos que la apuntada, al cuento de folklore.

No siempre, cierto es, las cosas llegan a esta amplitud. A veces es sólo uno el personaje: pero entonces el paisaje lo absorbe todo. En tales casos, el personaje recuerda o medita en voz alta, a fin de que su lenguaje nativo provoque la ansiada y dulce impresión de color local nacional; esto es, de folklore.

En un tiempo ya lejano se creyó imprescindible en el cuento de folklore el relatar las dos o tres leyendas aborígenes de cada rincón andino. Hoy, más diestros, comprendemos bien que una mula, una terminación viciosa de palabra y una manta teñida (a los pintores suele bastarles sólo lo último) constituyen la entraña misma del folklore nacional.

El resto —podríamos decir esta vez con justicia— es literatura.

Varias veces he oído ensalzar a mis amigos la importancia que para una viva impresión de color local tienen los detalles de un oficio más o menos manual. El conocimiento de los hilos de alambrado, por números; el tipo de cuerdas que componen los cables de marina, su procedencia y su tensión; la denominación de los gallos por su peso de riña; éstos y cada uno de los detalles de técnica, que comprueban el dominio que de su ambiente tiene el autor, constituyen trucs de ejemplar eficacia.

«Juan buscó por todas partes los pernos (bulones, decimos en técnica) que debían asegurar su volante. No hallándolos, salió del paso con diez clavos de ocho pulgadas, lo que le permitió remacharlos sobre el soporte mismo y quedar satisfecho de su obra».

No es habitual retener en la memoria el largo y grueso que puede tener un clavo de ocho pulgadas. El autor lo recuerda, indudablemente. Y sabe, además, que un clavo de tal longitud traspasa el soporte en cuestión —sin habernos advertido, por otra parte, qué dimensiones tenía aquél—. Pero este expreso olvido suyo, esta confusión nuestra y el haber quedado el personaje satisfecho de su obra son pequeños trucs que nos deciden a juzgar vivo tal relato.

A este género de detalles pertenecen los términos específicos de una técnica siempre de gran efecto: «El motor golpeaba», «Hizo una bronquitis».

He observado con sorpresa que algunos cuentistas de folklore cuidan de explicar con llamadas al pie, o en el texto mismo, el significado de las expresiones de ambiente. Esto es un error. La impresión de ambiente no se obtiene sino con un gran desenfado, que nos hace dar por perfectamente conocidos los términos y detalles de vida del país. Toda nota explicativa en un relato de ambiente es una cobardía. El cuentista que no se atreve a perturbar a su lector con giros ininteligibles para éste debe cambiar de oficio.

«Toda historia de color local debe dar la impresión de ser contada exclusivamente para las gentes de ese ambiente». Tercer aforismo de la estadística. Entre los pequeños trucs diseminados por un relato, sea cual fuere su género, hay algunos que por la sutileza con que están disfrazados merecen especial atención. Por ejemplo, no es lo mismo decir: «Una mujer muy flaca, de mirada muy fija y con vago recuerdo de ataúd», que: «Una mujer con vago recuerdo de ataúd, muy flaca y de mirada muy fija».

En literatura, el orden de los factores altera profundamente el producto.

Según deduzco de mis lecturas, en estas ligeras inversiones, de apariencia frívola, reside el don de pintar tipos. He visto una vez a un amigo mío fumar un cigarrillo entero antes de hallar el orden correspondiente a dos adjetivos. No un cigarrillo, sino tres tazas de café, costó a un celebérrimo cuentista francés la construcción de la siguiente frase:

«Tendió las manos adelante, retrocediendo…» La otra versión era, naturalmente:

«Retrocedió, tendiendo las manos adelante…»

Estas pequeñas torturas del arte quedan, también naturalmente, en el borrador de los estilos más fluidos y transparentes.

Los cuentos denominados «fuertes» pueden obtenerse con facilidad sugiriendo hábilmente al lector, mientras se le apena con las desventuras del protagonista, la impresión de que éste saldrá al fin bien librado. Es un fino trabajo, pero que se puede realizar con éxito. El truc consiste, claro está, en matar a pesar de todo, al personaje.

A este truc podría llamársele «de la piedad», por carecer de ella los cuentistas que lo usan.

De la observación de algunos casos, comunes a todas las literaturas, parecería deducirse que no todos los cuentistas poseen las facultades correspondientes a su vocación. Algunos carecen de la visión de conjunto; otros ven con dificultad el escenario teatral de sus personajes; otros ven perfectamente este escenario, pero vacío; otros, en fin, gozan del privilegio de coger una impresión vaga, aleteante, podríamos decir, como un pájaro todavía pichón que pretendiera revolotear dentro de una jaula que no existe.

En este último caso, el cuentista escribe un poema en prosa.

El arte de agradar a los hombres, el de aquellos a que se denomina generalmente «escritores para hombres», se consigue en el cuerpo bastante bien escribiendo mal el idioma. Me informan de que en otros países esto no es indispensable. Entre nosotros, fuera del arbitrio de exagerar por el contrario el conocimiento de la lengua, no conozco otro eficaz.

Sobre el arte de agradar a las mujeres, el de aquellos a que se denomina generalmente «escritor para damas», tampoco hemos podido informarnos con la debida atención. Parecería ser aquél un don de particularísima sensibilidad, que escapa a la mayoría de escritores.


Decálogo del perfecto cuentista | I. Cree en un maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chéjov— como en Dios mismo.

II. Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en dominarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.

III. Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.

IV. Ten fe ciega, no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.

V. No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.

VI. Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: «Desde el río soplaba un viento frío», no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.

VII. No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.

VIII. Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.

IX. No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.

X. No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento.

**Il “Decalogo” apparve in «Babel, revista bisemanal de arte y crítica» (Buenos Aires), maggio 1927. Gli altri due scritti semiseri sul’arte del racconto Horacio Quiroga (1878-1937) li pubblicò nel periodico argentino «El Hogar» (Buenos Aires), rispettivamente nel n. 808, abril 10, 1925 (El manual del perfecto cuentista) e nel n. 814, mayo 22, 1925 (Los trucs del perfecto cuentista). “Una y otra serie de trucos anotados con más humor que solemnidad llevaban el título común de Manual del perfecto cuentista” ricordava lo stesso Quiroga qualche anno dopo in un nuovo articolo sull’arte del racconto – “La retórica del cuento” – apparso nella stessa rivista («El Hogar» n. 1001, diciembre 21, 1928). effe 28/2/2020