Javier De Viana: Como un tiento a otro tiento

JAVIER DE VIANA — [A Carlos M. Pacheco]. Ladislao Melgarejo, fue uno de esos hombres-cosas, cuya existencia transcurre a merced del mundo exterior: un tronco que la corriente del arroyo arrastra y deposita en cualquier parte, una hoja seca que el viento levanta y transporta a su capricho.

No se crea por eso que Ladislao fuese un insensible, desprovisto de anhelos, obedeciendo indiferente a fuerzas extrañas, a la manera del perro que sigue al amo a donde va el amo, porque para él, tanto da ir a un lado o a otro. Al contrario pecaba más bien de impresionable y si de continuo sacrificaba sus preferencias, era por causa de una anemia volitiva innata.

De carácter pacífico al extremo, le obligaron a ser soldado y como tal, hizo toda la campaña del Paraguay donde cumplió con su deber, exponiendo diariamente la vida, sin un desfallecimiento, sin una rebelión y también sin una jactancia. Su comportamiento heroico no le enorgullecía; no le encontraba mérito porque no era obra suya, ni le interesaba: iba porque lo obligaban a ir y cumplía a conciencia su trabajo, obedeciendo al jefe, su patrón en aquel momento, como había obedecido a sus patrones anteriores, como obedecería a sus patrones futuros, acatando las órdenes con la sumisión impuesta por su alma de peón.

Cuando pasaba de sol a sombra hachando ñandubays, en las selvas de Montiel y cuando hacia fuego en los esteros paraguayos, el caso era el mismo. Asi como volteaba árboles, sin preocuparse de lo que con ellos haría el patrón, así volteaba hombres después con igual indiferencia: siempre trabajaba por cuenta ajena.

Cuando terminó la guerra y lo licenciaron, sin ofrecerle recompensa alguna, encontró aquello muy natural, tan natural como marcharse de una estancia después de concluida la esquila o abandonar el bosque una vez cortados los postes convenidos.

Fue necesario buscar inmediata ocupación, porque esta clase de héroes suelen dejar en sus campañas regueros de sangre, pedazos de cuero y a las veces la osamenta, pero nunca traen nada en las alforjas, al regreso.

La profesión que más le agradaba era la de pastor de ovejas; mas como después de la guerra habían quedado muy pocas ovejas en Entre Ríos, hubo de conformarse a picar carretas. El oficio le iba bien. Manso y resignado como los bueyes, soportaba sin aburimiento las largas horas de perezoso tranco en las jornadas de estío, y la amarga fatiga de “cavar un peludo” en los penosos viajes invernales.

Aceptado aquel trabajo a falta de otro medio de ganarse el sustento, después no se le ocurrió nunca que podía proporcionársele alguno, menos duro y más productivo. Mientras el patrón estuviese satisfecho y no le pidiese la carreta, él proseguiría meneando clavo a los bueyes, con la misma concienzuda decisión con que había meneado hacha a los ñandubays de Montiel y con que había meneado chumbo a los paraguayos de López.

Por varios años su existencia fue uniforme y lisa como la pampa salvaje, semejante un día a otro día, como un “tiento” a otro “tiento”. Sin embargo, ni aun los arroyítos más insignificantes, — esos que hasta de nombre carecen, — están libres del accidente imprevisto que les obligue a un cambio en la ruta secular de sus aguas. Casi siempre el obstáculo que hace derivar la corriente de una vida apacible, es alguna mujer, la gran perturbadora de todos los tiempos. Y eso le ocurrió a Ladislao.

En la primera jornada de sus viajes de Naranjito a Concordia, acostumbraba pernoctar en un “boliche” que disponía de un campo bien empastado y con excelente aguada. En el “boliche”, — punto de reunión del malevaje comarcano — conoció a Felisa, cuñada del bolichero. Era una muchacha agradable, pero en extremo dejada. Sentía odio profundo por su cuñado, quien le cobraba el hospedaje y los trapos con que vestía, obligándola a trabajar desde el alba hasta la noche. Su anhelo era irse de allí, ir a cualquier parte, ir con cualquiera. A los veinte años, el amor no se había manifestado en ella en ninguna forma. Su alma y su cuerpo estaban igualmente insensibilizados por el cansancio. Recibía con la mayor indiferencia los requiebros y las zafadurías de los clientes, groseros y atrevidos, de su cuñado. No faltó quien afirmara haberla visto “enredada” con el rubio Doroteo, famoso cuatrero sobre el cual pesaban más condenas que años tenia de vida. Pero Doroteo desapareció del pago, hacía años, — y nadie se acordaba de él.

Las relaciones de Ladislao con Felisa, empezaron por pequeños servicios que le prestaba cada vez que “soltaba” en el campo del boliche. Una tarde en que, después de desuncir los bueyes, el mozo tomaba mate, sólito, junto a la carreta, vio a Felisa haciendo desesperados esfuerzos por picar un tronco duro con una hacha desafilada. Comedido como siempre, el carrero se levantó y acercándose a ella díjole:
— Déme l’hacha.
En pocos minutos Ladislao picó y rajó una buena cantidad de leña.
— Ya llega, gracias, — exclamó Felisa, colocando las astillas en el delantal.

Y no hubo más; pero en la madrugada siguiente la ayudó a ordeñar y de ahí empezó una amistad que fue creciendo insensiblemente. A menudo hacíanse mutuas confidencias. Ella expresaba el cansancio de aquella vida de servidumbre, de esclavitud casi, no compensada ni siquiera con buenos tratos, pues su cuñado y su hermana se habían habituado a considerarla como una sirvienta.

El por su parte, le contaba la incomensurable aridez de su existencia, que había recorrido “llevado siempre del cabestro”. Grandes dolores no había experimentado nunca; la suerte no le deparó crueldades, pero le entumecía el alma aquella tristeza que desde hacía muchísimos años caía sobre ella como una pertinaz garúa.

— “Por linda que sea la yerba, nunca sale bien el mate tomado solo”.
De ahí provenían sus penas. Rara vez le faltó yerba, pero le faltó el compañero para “amarguear”.
— ¿Y nunca pensó en casarse? — le preguntó Felisa, mirándole fijamente.
Ladislao alzó la cabeza, observándola con extrañeza.

—¿Pensar en casarme? . . . No, nunca se me ocurrió . . . Nadie me propuso … A mí nunca se me ocurre nada. . .
Insinuantemente ella agregó:
— Siempre debe ser menos triste la vida entre dos . . . Yo, si hallase un hombre bueno. . . me casaría. . .
— La verdad, seria más lindo . . .

Dos meses después, se casaban. Ladislao encontró que su mujer era buena, relativamente; aun cuando bastante fría, bastante parca en cariños, porque, habiéndose casado para descansar, nunca quiso tomarse el trabajo de fingir apasionamientos. No era aquella, sin duda, la compañera vagamente soñada por el carrero, pero ¿cuándo, en su vida había hecho algo de acuerdo con sus preferencias?

Pasado el primer momento de desasosiego, su existencia continuó como antes: vacia, sin luz, sin colores, igual un día a otro día, como un tiento a otro tiento.

*Javier de Viana (Uruguay; 1868-1926), Yuyos (cuentos camperos), Montevideo, O. M. Bertani, 1912