Baldomero Lillo: El pozo

BALDOMERO LILLO – Con los brazos arremangados y llevando sobre la cabeza un cubo lleno de agua, Rosa atravesaba el espacio libre que había entre las habitaciones y el pequeño huerto, cuya cerca de ramas y troncos secos se destacaba oscura, casi negra, en el suelo arenoso de la capilla polvorienta.

El rostro moreno, asaz encendido, de la muchacha, tenía toda la frescura de los dieciséis años y la suave y cálida colaboración de la fruta no tocada todavía. En sus ojos verdes, sombreados por largas pestañas, había una expresión desenfadada y picaresca, y su boca de labios rojos y sensuales mostraba al reír dos hileras de dientes blancos que envidiaría una reina.
Aquella postura, con los brazos en alto, hacía resaltar en el busto opulento ligeramente echado atrás y bajo el corpiño de burda tela, sus senos firmes, redondos e incitantes. Al andar cimbrábanse el flexible talle y la ondulante falda de percal azul que modelaba sus caderas de hembra bien conformada y fuerte.
Pronto se encontró delante de la puertecilla que daba acceso al cercado y penetró en su interior. El huerto, muy pequeño, estaba plantado de hortalizas cuyos cuadros mustios y marchitos empezó la joven a refrescar con el agua que había traído. Vuelta de espalda hacia la entrada, introducía en el cubo puesto en tierra, ambas manos, y lanzaba el líquido con fuerza delante de sí. Absorta en esta operación no se dio cuenta de que un hombre, deslizándose sigilosamente por el postigo abierto, avanzó hacia ella a paso de lobo, evitando todo rumor. El recién llegado era un individuo muy joven cuyo rostro pálido, casi imberbe, estaba iluminado por dos ojos oscuros llenos de fuego.
Un ligero bozo apuntaba en su labio superior, y el cabello negro y lacio que caía sobre su frente oprimida y estrecha le daba un aspecto casi infantil. Vestía una camiseta de rayas blancas y azules, pantalón gris, y calzaba alpargata de cáñamo.

El leve roce de las hojas secas que tapizaban el suelo hizo volverse a la joven rápidamente, y una expresión de sorpresa y de marcado disgusto se pintó en su expresiva fisonomía. El visitante se detuvo frente a un cuadro de coles y de lechugas que lo separaba de la moza, y se quedó inmóvil, devorándola con la mirada. La muchacha, con los ojos bajos y el ceño fruncido, callaba enjugando las manos en los pliegues de su traje.
—Rosa —dijo el mozo con tono jovial y risueño, pero que acusaba una emoción mal contenida—, qué a tiempo te volviste. ¡Vaya con el susto que te habría dado!
Y cambiando de acento con voz apasionada e insinuante prosiguió:
—Ahora que estamos solos me dirás qué es lo que te han dicho de mí; por qué no me oyes y te escondes cuando quiero verte.
La interpelada permaneció silenciosa y su aire de contrariedad se acentuó. El reclamo amoroso se hizo tierno y suplicante.
—Rosa —imploró la voz— ¿tendré tan mala suerte que desprecies este cariño, este corazón que es más tuyo que mío? ¡Acuérdate que éramos novios, que me querías!
Con acento reconcentrado, sin levantar la vista del suelo, la moza respondió: —¡Nunca te dije nada!
—Es cierto, pero tampoco te esquivabas cuando te hablaba de amor. Y el día que te juré casarme contigo no me dijiste que no. Al contrario, te reías y con los ojos me dabas el sí.
—Creí que lo decías por broma. Una forzada sonrisa vagó por los labios del galán y en tono de doloroso reproche contestó: —¡Broma! ¡Mira! Aunque se rían de mí porque me caso a fardo cerrado, di una palabra y ahora mismo voy a buscar al cura para que nos eche las bendiciones.
Rosa, cuya impaciencia y fastidio habían ido en aumento, por toda respuesta se inclinó, tomó el balde y dio un paso hacia la puerta. El mozo se interpuso y con tono sombrío y resuelto exclamó:
—¡No te irás de aquí mientras no me digas por qué has cambiado de ese modo!
—Nada tengo que decirte y si no me dejas paso, grito y llamo a mi madre.
Una oleada de sangre coloreó el pálido rostro del muchacho, un relámpago brotó de sus ojos y con voz trémula por el dolor y por la cólera profirió:
—¡Ah, perra, ya sé quién es el que te ha puesto así; pero antes que se salga con la suya, como hay Dios que le arrancaré la lengua y el alma!
Rosa, erguida delante de él, lo contemplaba hosca y huraña.
—Por última vez. ¿Quieres o no ser mi mujer?
—¡Nunca! —dijo con fiereza la joven—. ¡Primero muerta!
La mirada con que acompañó sus palabras fue tan despreciativa y había tal expresión de desafío en sus verdes y luminosas pupilas, que el muchacho quedó un instante como atontado, sin hallar qué responder; pero de improviso, ebrio de despecho y de deseos, dio un salto hacia la moza, la cogió por la cintura y, levantándola en el aire, la tumbó sobre la hojarasca.

Una lucha violentísima se entabló. La joven, robusta y vigorosa, opuso una desesperada resistencia y sus dientes y sus uñas se clavaron con furor en la mano que sofocaba sus gritos y le impedía demandar socorro. Una aparición inesperada la salvó.
Un segundo individuo estaba de pie en el umbral de la puerta. El agresor se levantó de un brinco y con los puños cerrados y la mirada centelleante aguardó al intruso que avanzó recto hacia él con el rostro ceñudo y los ojos inyectados de sangre.
Rosa, con las mejillas encendidas, surcadas por lágrimas de fuego, reparaba junto a la cerca el desorden de sus ropas. Las desgarraduras del corpiño dejaban entrever tesoros de ocultas bellezas que su dueña empeñábase en poner a cubierto con el pañolillo anudado al cuello, avergonzada y llorosa. Entretanto, los dos hombres habían empeñado una lucha a muerte. La primera embestida furibunda y rabiosa puso de manifiesto su vigor y destreza de combatientes. El defensor de la muchacha, también muy joven, era un palmo más alto que su antagonista. De anchas espaldas y fornido pecho era todo un buen mozo, de ojos claros, rizado cabello y rubios bigotes.

Silenciosos, sin más armas que los puños, despidiendo bajo el arco de sus cejas contraídas relámpagos de odio, se atacaban con extraordinario furor. El más bajo, de miembros delgados, esquivaba con pasmosa agilidad los terribles puñetazos que le asestaba su enemigo, devolviéndole golpe por golpe, firme y derecho sobre sus jarretes de acero. La respiración estertorosa silbaba al pasar por entre los dientes apretados que rechinaban de rabia cada vez que el puño del adversario alcanzaba sus rostros congestionados y sudorosos.
Rosa, mientras arrancaba con sus dedos las hojas secas adheridas a las negrísimas ondas de sus cabellos, seguía con los ojos llameantes las peripecias de la refriega, que se prolongaba sin ventajas visibles para los campeones enfurecidos, que delante de la moza redoblaban sus acometidas como fieras en celo que se disputaran la posesión de la hembra que los excita y enamora. Los cuadros de hortalizas eran pisoteados sin piedad y aquel destrozo arrancó una mirada de desolación a los airados ojos de la joven. La ira que ardía en su pecho se acrecentó, y en el instante en que su ofensor pasaba junto a ella acosado por su formidable adversario, tuvo una súbita inspiración: se agachó y cogiendo un puñado de arena se lo lanzó a la cara. El efecto fue instantáneo, el que retrocedía se detuvo vacilante y en un segundo fue derribado en tierra donde quedó sin movimiento, oprimido el pecho bajo la rodilla del vencedor.

Rosa lanzó una postrera mirada al grupo, y luego, sin preocuparse del cubo vacío, se precipitó fuera del cercado y salvó a la carrera la distancia que la separaba de sus habitaciones. Al llegar se volvió para mirar atrás y distinguió entre los matorrales la figura de su salvador que se alejaba, mientras que por la parte opuesta caminaba el vencido, apartándose apresuradamente del sitio de batalla.
La joven se deslizó por los corredores casi desiertos y después de pasar por delante de una serie de puertas, se detuvo delante de una apenas entornada y, empujándola suavemente, traspuso el umbral. Un gran fuego ardía en la chimenea y en el centro del cuarto una mujer en cuclillas delante de una artesa de madera se ocupaba de lavar algunas piezas de ropa. Las paredes blanqueadas y desnudas acusaban la miseria. En el suelo y tirados por los rincones había desperdicios que exhalaban un olor infecto. Una mesa y algunas sillas cojas componían todo el mobiliario, y detrás de la puerta asomaba el pasamanos de una escalera que conducía a una segunda habitación situada en los altos. La mujer de edad ya madura, corpulenta, de rostro cubierto de pecas y de manchas, sin interrumpir su tarea fijó en la moza una mirada escrutadora, exclamando de pronto con extrañeza:
—¿Qué tienes? ¿Qué te ha pasado?
Rosa, con tono compungido y lacrimoso, respondió:
—¡Ay, madre! El huerto está hecho pedazos. ¡Las coles, las lechugas, los rábanos, todo lo han arrancado y pisoteado!
El semblante de la mujer se puso rojo como la púrpura.
—¡Ah! Condenada —gritó—, seguro que has dejado la puerta abierta y se ha entrado la chancha del otro lado.
Púsose de pie blandiendo sus rollizos brazos arremangados por encima del codo y se desató en improperios y amenazas.
—¡Bribona! Si ha sido así, apronta el cuero porque te lo voy a arrancar a tiras.Y con las sayas levantadas se dirigió presurosa a comprobar el desastre.

La atmósfera estaba pesada y ardiente y el sol ascendía al cenit en un cielo plomizo ligeramente brumoso. En la arena gris y movediza hundíanse los pies, dejando un surco blanquecino.
Rosa, que caminaba detrás de su madre lanzando a todas partes miradas inquietas y escudriñadoras, distinguió después de un instante, por encima de un pequeño matorral, la cabeza de alguien puesto en acecho.
La joven sonrió. Acababa de reconocer en el que atisbaba a su defensor, quien, viendo que la muchacha lo había descubierto, se incorporó un tanto y le envió con la diestra un beso a través de la distancia. Brillaron los ojos de la moza y sus mejillas de tiñeron de carmín, y a pesar de comprender que, dado el carácter violento de su madre, le aguardaba tal vez una paliza, penetró alegre, casi risueña en el malhadado huerto dentro del cual se alzaba un coro formidable de gemidos, maldiciones y juramentos.
Rosa pertenecía a una familia de mineros. Hija única, ayudaba a su madre en los quehaceres domésticos, mientras el padre, viejo barretero, luchaba encarnizadamente debajo de la tierra para ganar el mísero salario que era el pan de cada día. La muchacha, tosca y rústica, era toda una belleza. Nada inocente, pues el medio no lo permitía, era sin embargo, una virtud arisca inaccesible hasta entonces a las seducciones de los galanes que bebían los vientos por aquella beldad de cuerpo sano, exuberante de vida con la gracia irresistible de la mujer ya formada.
Entre los que más de cerca la asediaban distinguíanse dos mozos gallardos y apuestos que eran la flor y nata de los tenorios de la mina. Ambos habían puesto sitio en toda regla a la linda Rosa, que recibía sus apasionadas declaraciones con risotadas, dengues y mohínes llenos de gracia y de malicia.

Amigos desde la infancia, aquel amor había enfriado sus relaciones, concluyendo por separarlos completamente. Durante algún tiempo, Remigio el carretillero, un moreno pálido, delgado y esbelto, pareció haber inclinado a su favor el poquísimo interés que prestaba a sus adoradores la desdeñosa muchacha. Pero aquello duró muy poco y el enamorado mozo vio con amarga decepción que el barretero Valentín, su rubio rival, lo desbancaba en el voluble corazón de la hermosa. Ésta que en un principio oía sonriente sus apasionadas protestas, alentándolo a veces con una mirada incendiaria, empezó de pronto a huir de él, a esquivar su presencia, y las pocas ocasiones que lograba hablarla apenas podía arrancarle una que otra frase evasiva, acompañada de un gesto de despego y de disgusto. El desvío de la moza exaltó su pasión hasta lo infinito. Mordido por los celos, desdobló sus esfuerzos para reconquistar el terreno perdido, estrellándose contra el creciente desamor de la joven que cada día demostraba con señales visibles su simpatía y preferencia por el otro. La rivalidad de ambos aumentó y el odio anidado en sus corazones hizo de ellos dos enemigos irreconciliables.
Vigilándose mutuamente, echaban mano de todos los medios puestos a su alcance para estorbar al contrario e impedirle que tomase alguna ventaja.
Como siempre y según la costumbre, el cerco puesto por los galanes a su hija no inquietaba en lo más mínimo a los padres. Cediese o no al amoroso reclamo, era asunto que sólo a ella le importaba.
Remigio, el desdeñado pretendiente, quiso un día tener con la joven una explicación decisiva y salir, de una vez por todas, de la incertidumbre que lo atormentaba, para lo cual decidió no ir una mañana a su trabajo en el fondo de la cantera. Valentín, que tuvo conocimiento por un camarada de aquella novedad, recelando el motivo que la ocasionaba resolvió quedarse para espiar los pasos de su rival, lo que trajo por consecuencia el encuentro del huerto y el terrible combate que se siguió.
Rosa, cuyo corazón dormía aún, había acogido con cierta coquetería las amorosas insinuaciones de Remigio que fue el primero en requebrarla.

Halagábala aquella conquista que había despertado la envidia de muchas de sus compañeras; pero la vehemencia de aquel amor y la mirada de esos ojos sombríos que se fijaban en los suyos cargados de pasión y de deseos la hacían estremecer. El miedo al hombre, al macho, aplacaba, entonces, los ardores nacientes de su carne produciéndole la proximidad del mozo un instintivo sentimiento de repulsión. Mas, cuando principió a cortejarla el otro, el rubio y apuesto Valentín, un cambio brusco se operó en ella. Poníase encendida a la vista del joven, y si le dirigía la palabra, la respuesta incisiva, vivaz y pronta con que dejaba parado al más atrevido, no acudía a sus labios y después de balbucear uno que otro monosílabo terminaba por escabullirse cortada y ruborosa.
La abierta y franca fisonomía del mozo, su carácter alegre y turbulento, la atrajeron insensiblemente, y el amor escondido hasta entonces en el fondo de su ser germinó vigoroso en aquella tierra virgen.
Después de la refriega de ese día la actitud de los dos rivales se modificó. Mientras Valentín seguía cortejando abiertamente a la moza, Remigio se limitaba a vigilarla a la distancia. Su pasión excitada por los celos y aguijoneada por el despecho se había tornado en una hoguera voraz que lo consumía. Su exaltada imaginación fraguaba los planes más descabellados para tomar venganza, pronta y terrible, de la infiel, de la traidora.
Rosa, por su parte, entregada de lleno a su naciente amor no se cuidaba gran cosa de su antiguo pretendiente. No le guardaba rencor y sólo sentía por él una desdeñosa indiferencia.
Las cosas quedaron así por algún tiempo. El huerto había sido reparado y los cuadros rehechos, pero nunca se descubrió a los autores del destrozo ni se supo lo que allí había pasado.

Un día el padre de la muchacha tuvo una idea luminosa: Como el agua para el riego había que acarrearla desde una gran distancia, resolvió abrir un pozo junto al cercado. Comunicado el proyecto a su mujer y a su hija, éstas lo aplaudieron calurosamente. No había grandes dificultades que vencer, pues el terreno sobre el que se asentaba la pequeña población estaba formado por arena negra y gruesa hasta una gran profundidad. A los cuatro metros de la superficie brotaba el agua que se mantenía al mismo nivel en todas las estaciones. Quedó acordado que el domingo siguiente se podría mano a la obra para lo cual ofrecieron su concurso los amigos, contándose entre los más entusiastas a Remigio y Valentín.
El día designado llegó y muy de mañana se empezaron los trabajos. La excavación se hizo cerca de la puerta de entrada y al mediodía se habían profundizado dos metros. La arena era extraída por medio de un gran balde de hierro atado a un cordel que pasaba por una polea, sujeta a un travesaño de madera.

Los adversarios eran los más empeñosos en la tarea, pero evitando siempre todo contacto. Mientras el uno estaba abajo llenado el balde, el otro estaba arriba apartando la arena lejos de la abertura. En un momento en que Remigio permanecía metido en el agujero, Valentín pretextando que tenía sed, tiró la pala y se encaminó en derechura a la habitación de Rosa. La joven estaba sentada cosiendo junto a la puerta.
—Vengo a pedirte un vaso de agua. Ando muerto de sed —díjole el obrero, con tono alegre y malicioso.
Rosa se levantó en silencio, con los ojos brillantes y yendo hacia un rincón del cuarto volvió con un vaso que Valentín cogió junto con la pequeña y morena mano que lo sostenía. La joven risueña y sonrojada profirió:
—¡Vaya, no la derrames!
Él la miraba sonriente, fascinándola con la mirada. Se bebió el agua de un sorbo y luego, enjugándose los labios con la manga de la blusa, agregó, festivo y zalamero:
—Rosa, si para verte fuera preciso tomarse cada minuto un vaso de agua, yo me tragaría el mar.
La joven se rió mostrando su blanca dentadura.
—¡Y así tan salado!
—¡Así, y con pescados, barcos y todo! Con una alegre carcajada saludó la moza la ocurrencia.
—¡Vaya, qué tragaderas!
Una voz preguntó desde arriba:
—Rosa, ¿quién está ahí?
—Es Valentín, madre.
Un ¡ah! indiferente pasó a través del techo y todo quedó en silencio. Valentín había cogido a la moza por la cintura y la atrajo hacia sí. Ésta, con las manos puestas en el amplio pecho del mozo, se resistía y murmuraba con voz queda y suplicante:
—¡Vaya! ¡Déjeme!
Su combado seno henchíase como el oleaje en día de tormenta y el corazón le golpeaba adentro con acelerado y vertiginoso martilleo.
El mozo enardecido le decía tiernamente:
—¡Rosa! ¡Vida mía! ¡Mi linda paloma!
La joven, vencida, fijaba en él una mirada desfalleciente, llena de promesas, impregnada de pasión. La rigidez de sus brazos aflojábase poco a poco, y a medida que sentía aproximarse aquel aliento que le abrasaba el rostro, retrocedía, echando atrás la hermosa cabeza hasta que tocó la pared. Cerró entonces los ojos, y el muchacho con la suya hambrienta recogió en la fresca boca puesta a su alcance, las primicias de esos labios más encendidos que un manojo de claveles y más dulces que el panal de miel que elabora en las frondas la abeja silvestre.
Un paso pesado que hacía crujir la escalera hizo apartarse bruscamente a los amantes. El obrero abandonó el cuarto diciendo en voz alta:
—¡Gracias, Rosa, hasta luego!
La joven agitada y trémula cogió de nuevo la aguja, pero su pulso estaba tembloroso y se pinchaba a cada instante.
Valentín, mientras caminaba hacia el pozo, pensaba henchido de júbilo que el triunfo final estaba próximo. Si la ocasión protectora de los amantes se presentaba, la rústica belleza sería suya.
Su experiencia de avezado galanteador le daba de ello la certeza, y no pudo menos que lanzar a Remigio una mirada triunfante cuando uno de los compañeros le dijo con sorna:
—¿Qué tal el agua, apagaste la sed?
Retorciéndose el rubio bigote contestó sentenciosamente:
—Dios sabe más y averigua menos.

Al caer la tarde el pozo quedó terminado. Tenía cuatro metros de hondura y dos de diámetro y del fondo el agua borbotaba lentamente. Los obreros se apartaron de allí y se fueron a la sombra del corredor a preparar la armadura de madera destinada a impedir el desmoronamiento de las frágiles paredes de la excavación. Remigio se quedó un instante para arreglar un desperfecto de la polea y cuando terminaba la compostura iba a seguir tras sus compañeros. La falda azul de Rosa entrevista a través del ramaje de la cerca lo hizo mudar de determinación y cogiéndose de la cuerda se deslizó dentro del agujero.
La joven, que no lo había visto, iba a coger algunas hortalizas para la merienda y pensaba echar de paso una mirada a la obra y ver si ya el agua empezaba a subir.
Remigio, de pie, arrimado a la húmeda muralla, aguardaba callado e inmóvil. Rosa se acercó con precaución hasta el borde de la abertura y miró dentro. La presencia del mozo la sorprendió, pero luego una picaresca sonrisa asomó a sus labios. Alargó la mano, cogió la cuerda cuya extremidad estaba arriba atada a una estaca, y de un brusco tirón hizo subir el balde hasta la polea y lo mantuvo allí enrollado el resto del cordel en uno de los soportes del travesaño.

El obrero no trató de impedir aquella maniobra. Había alcanzado a percibir el fugaz rostro de la joven cuando se inclinaba hacia abajo, y aquella broma le pareció un síntoma favorable en su desairada situación. Alzó la vista y se quedó esperando con impaciencia el resultado de la jugarreta.
De pronto oyó una exclamación ahogada y algo semejante al rumor de una lucha vino a interrumpir el silencio de aquella muda escena. Enderezóse como si hubiera visto una serpiente y aguzando el oído se puso a escuchar con toda su alma. Una voz armoniosa, blanda como una queja, murmuraba frases entrecortadas y suplicantes, y otra más grave y varonil le respondía con un murmullo apasionado y ardiente. El ruido pareció alejarse en dirección del huerto, el postigo se cerró con estrépito, las hojas secas crujieron como el lecho blando y muelle que recibe su carga nocturna, y todo rumor se apagó.
Remigio se puso pálido como un muerto, crispáronse sus músculos y sus dientes rechinaron de furor. Había reconocido la voz de Valentín y un acceso de cólera salvaje se revolvió como un tigre dentro del pozo, golpeando con los puños las húmedas paredes y dirigiendo hacia arriba miradas enloquecidas por la rabia y la desesperación.
De improviso sintió que desgarraba sus carnes la hoja de un agudísimo puñal. Un grito ligero, rápido como el aleteo de un pájaro, había cruzado encima de él. Toda la sangre se le agolpó al corazón, empañáronse sus ojos y una roja llamarada lo deslumbró…
Y mientras por la atmósfera cálida y sofocante resbalaba la acariciadora y rítmica sinfonía de los ósculos fogosos e interminables, Remigio dentro del hoyo sufría las torturas del infierno. Sus uñas se clavaban en su pecho hasta hacer brotar la sangre y el pedazo de cielo azul que percibía desde abajo le recordaba la visión de unos ojos claros, límpidos y profundos cuyas pupilas, húmedas por las divinas embriagueces, reflejarían en ese instante la imagen de otros ojos que no era la sombría y tenebrosa de los suyos.

Por fin los goznes de la puertecilla rechinaron y un cuchicheo rápido al que siguió el chasquido de un beso hirió los oídos del prisionero, quien un instante después sintió los pasos de alguien que se detenía al borde de la cavidad. Una sombra se proyectó en el muro y una voz burlona profirió desde arriba una frase irónica y sangrienta que era una injuria mortal.
Un rugido se escapó del pecho del Remigio, palideció densamente y sus ojos fulgurantes midieron la distancia que lo separaba de su ofensor quien soltando una risotada desató la cuerda y la dejó deslizarse por la polea.
El primer impulso del preso fue precipitarse fuera en persecución de su enemigo, pero un súbito desfallecimiento se lo impidió.
Repuesto en tanto iba a emprender el ascenso cuando una ligera trepidación del suelo producida por un caballo que, perseguido por un perro, pasaba al galope cerca de la abertura, hizo desprenderse algunos trozos de las paredes y la arena subió hasta cerca de las rodillas, sepultando el balde de hierro. El temor de perecer enterrado vivo sin que pudiera saciar su rabiosa sed de venganza, le dio fuerza, y ágil como un acróbata se remontó por la cuerda tirante y se encontró fuera de la excavación.

Una vez libre, se quedó un instante indeciso del rumbo que debía seguir. En derredor de él la llanura se extendía monótona y desierta bajo el cielo de un azul pálido que el sol teñía de oro en su fuga hacia el horizonte. El ambiente era de fuego y la arena abrasaba como el rescoldo de una hornada inmensa. A un centenar de pasos se alzaban las blancas habitaciones de los obreros rodeadas de pequeños huertos protegidos por palizadas de ramas secas.
¡Qué suma de trabajo y de paciencia representaba cada uno de aquellos cercados! La tierra, acarreada desde una gran distancia, era extendida en ligeras capas sobre aquel suelo infecundo cual una materia preciosa cuya conservación ocasionaba a veces disputas y riñas sangrientas.
Remigio, presa de una tristeza infinita, paseó una mirada por el paisaje y lo encontró tétrico y sombrío. El caballo cuyo paso cerca del pozo había estado a punto de producir un hundimiento, galopaba aún, allá lejos, levantando nubes de polvo bajo sus cascos. Pero el recuerdo de las ofensas se sobrepuso muy pronto, en el mozo, al abatimiento, y el aguijón de la venganza despertó en su alma inculta y semibárbara las furias implacables de sus pasiones salvajes.

Ningún suplicio le parecía bastante para aquellos que se habían burlado tan cruelmente de su amoroso deseo y se juró no perdonar medio alguno para obtener la revancha. Y engolfado en esos pensamientos se encaminó con paso tardo hacia las habitaciones. A pesar de que el amor se había trocado en odio, sentía un deseo punzante de encontrarse con la joven para inquirir en su rostro,
antes tan amado, las huellas de las caricias del otro.
Muy luego atravesó el espacio vacío que había entre el pozo y los primeros huertos. En ese día de fiesta, en medio de las mujeres y de los niños, los hombres iban y venían por los corredores con el pantalón de paño sujeto por el cinturón de cuero y la camiseta de algodón ceñida al busto amplio y fuerte. Por todas partes se oían voces alegres, gritos y carcajadas, el ladrido de un perro y el llanto
desesperado de alguna criatura.
Frente al cuarto de Rosa, el padre de ésta y varios obreros trabajaban con ahínco en la armadura de madera que debía sostener los muros de la excavación. Remigio se detuvo en el ángulo de una cerca desde el cual podía ver lo que pasaba en la habitación de la joven, quien delante de la puerta, con sus torneados brazos desnudos hasta el codo, retorcía algunas piezas de ropa que iba extrayendo de un balde puesto en el suelo. Valentín, apoyado en el dintel en una apostura de conquistador, le dirigía frases que encontraban en la moza un eco alegre y placentero. Su fresca risa atravesaba como un dardo el corazón de Remigio, a quien la felicidad de la pareja no hacía sino aumentar la ira que hervía en su pecho. En el rostro de la joven había un resplandor de dicha, y sus húmedas pupilas tenían una expresión de languidez apasionada que acrecentaba su brillo y su belleza.

Estrujada la última pieza de tela, Rosa cogió el balde y se dirigió a uno de los cercados seguida de Valentín, que llevaba en la diestra un rollo de cordel. El rubio mocetón ató las extremidades de la cuerda en las puntas salientes de dos maderos ayudando en seguida a suspender de ella las prendas de vestir. Sin adivinar que eran espiados, proseguían su amorosa plática al abrigo de las miradas de los que estaban en el corredor, cuando Valentín percibió a veinte pasos, pegada a la cerca, la figura amenazadora de su rival y queriendo hacerle sentir todo el peso de la derrota y la plenitud de su triunfo, rodeó con el brazo izquierdo el cuello de la joven y, echándole la cabeza atrás, la besó en la boca. Después le habló al oído misteriosamente.
Remigio, que contemplaba la escena con mirada torva, vio a la moza volverse hacia él con rapidez, mirarlo de alto abajo y soltar, en seguida, una estrepitosa carcajada. Luego desasiéndose de los brazos que la retenían, echó a correr acometida por una risa loca.
El ofendido mozo se quedó como enclavado en el sitio. Una llamarada le abrazó el rostro y enrojeció hasta la raíz de los cabellos. Cegado por el coraje avanzó algunos pasos tambaleándose como un ebrio. En dirección al pozo caminaba Valentín cantando a voz en cuello una insultante copla:

El tonto que se enamora
Es un tonto de remate:
Trabaja y calienta el agua
Para que otro se tome el mate.

Remigio con la mirada extraviada lo siguió. Sólo un pensamiento había en su cerebro: matar y morir, y en el paroxismo de su cólera se sentía con fuerza para acometer a un gigante. Valentín se había detenido al borde de la excavación y tiraba de la cuerda para hacer subir el balde, pero viendo que la arena que lo cubría hacía inútiles esfuerzos, se deslizó al fondo para librarlo de aquel obstáculo. Remigio al verlo desaparecer se detuvo un momento, desorientado, mas una siniestra sonrisa asomó luego a sus labios y apretando el paso se acercó a la abertura y desató la cuerda, la cual se escurrió por la polea y cayó dentro del hoyo. El obrero se enderezó: su enemigo quedaba preso y no podría escapársele. ¿Mas, cómo rematarlo? Sus ojos que escudriñaban el suelo buscando un arma, una piedra, se detuvieron en las huellas del caballo, despertándose en él de pronto un recuerdo, una idea lejana. ¡Ah si pudiera lanzar diez, veinte caballos sobre aquel terreno movedizo! Y a su espíritu sobreexcitado acudieron extrañas ideas de venganza, de torturas, de suplicios atroces. De improviso se estremeció. Un pensamiento rápido como un rayo habría atravesado su cerebro. A cincuenta metros de allí, tras uno de los huertos, había una pequeña plazoleta donde un centenar de obreros se entretenían en diversos juegos de azar: tirando los dados y echando las cartas. Oía distintamente sus voces, sus gritos y carcajadas. Allí tenía lo que le hacía falta y en algunos segundos ideó y maduró su plan.

El día declinaba, las sombras de los objetos se alargaban más y más hacia el oriente cuando los jugadores vieron aparecer delante de ellos a Remigio que con los brazos en alto en ademán de suprema consternación gritaba con voz estentórea:
—¡Se derrumba el pozo! ¡Se derrumba el pozo!
Los obreros se volvieron sorprendidos y los que estaban tumbados en el suelo se pusieron de pie bruscamente como un resorte. Todos clavaron en el mozo sus ojos azorados, pero ninguno se movía, Mas, cuando le oyeron repetir de nuevo:
—¡El pozo se ha derrumbado! ¡Valentín está dentro! —Comprendieron, y aquella avalancha humana, rápida como una tromba, se precipitó hacia la excavación.

Entretanto, Valentín, ignorante del peligro que corría, había extraído el balde, el cual por no ser allí necesario le había sido reclamado por la madre de Rosa. La caída de la cuerda no le causó sorpresa y la achacó al impotente despecho de su rival cuyos pasos había sentido arriba, pero no se alarmó por ello porque de un momento a otro vendrían a colocar la armadura de madera y quedaría libre de su prisión. Mas, cuando oyó el lejano clamoreo y la frase «se derrumba el pozo» llegó distintamente hacia él, el aletazo del miedo y la amenaza de un peligro hizo encogérsele el corazón. El tropel llegaba como un alud. El obrero dirigió a lo alto una mirada despavorida y vio con espanto desprenderse pedazos de las paredes. La arena se deslizaba como un líquido negro y espeso que se amontonaba en el fondo y subía a lo largo de sus piernas.
Dio un grito terrible. El suelo se conmovió súbitamente, y un haz de cabezas, formando un círculo estrecho en torno de la abertura, se inclinó con avidez hacia abajo.
Un alarido ronco se escapaba de la garganta de Valentín.
—Por Dios, hermanos, ¡sáquenme de aquí! La arena le llegaba al pecho y, como el agua en un recipiente, seguía subiendo con intermitencia, lenta y silenciosamente.
En derredor del pozo la muchedumbre aumentaba por instantes. Los obreros se oprimían, se estrujaban, ansiosos por ver lo que pasaba abajo. Un vocerío inmenso atronaba el aire. Oíanse las órdenes más contradictorias. Algunos pedían cuerdas y otros gritaban:
—¡No, no, traigan palas!

Habíase pasado debajo de los brazos de Valentín un cordel del cual los de arriba tiraban con furia; pero, la arena no soltaba la presa, la retenía con tentáculos invisibles que se adherían al cuerpo de la víctima y la sujetaban con su húmedo y terrible abrazo.
Algunos obreros viejos habían hecho inútiles esfuerzos apara alejar a la ávida multitud cuyas pisadas removiendo el suelo no harían sino precipitar la catástrofe. El grito «el pozo se derrumba» había dejado vacías las habitaciones. Hombres, mujeres y niños corrían desalados hacia aquel sitio coadyuvando así, sin saberlo, al siniestro plan de Remigio, quien, con los brazos cruzados, feroz y sombrío, contemplaba a la distancia el éxito de la estratagema.
Rosa pugnaba en vano por acercarse a la abertura. Sus penetrantes gritos de angustia resonaban por encima del clamor general, pero nadie se cuidaba de su desesperación y la barrera que le cerraba el camino se hacía a cada instante más infranqueable y tenaz.
De pronto un movimiento se produjo en la turba. Una anciana desgreñada, despavorida, hendió la masa viviente que se separaba silenciosa para darle paso. Un gemido salía de su pecho:
—¡Mi hijo, hijo de mi alma!
Llegó al borde y sin vacilar se precipitó dentro del hoyo. Valentín clamó con indecible terror:
—¡Madre, sáqueme de aquí!

Aquella marea implacable que subía lenta, sin detenerse, lo cubría ya hasta el cuello, y de improviso, como si el peso que gravitaba encima hubiese sufrido un aumento repentino, se produjo un nuevo desprendimiento y la lívida cabeza con los cabellos erizados por el espanto desapareció, apagándose instantáneamente su ronco grito de agonía. Pero, un momento después surgió de nuevo, los ojos fuera de las órbitas y la abierta boca llena de arena.
La madre, escarbando rabiosamente aquella masa movediza, había logrado otra vez poner en descubierto la amoratada faz de su hijo, y una lucha terrible se trabó entonces en derredor de la rubia cabeza del agonizante. La anciana, puesta de rodillas, con el auxilio de sus manos, de sus brazos y de su cuerpo, rechazaba, lanzando alaridos de pavor y de locura, las arenosas ondas que subían, cuando el último hundimiento tuvo lugar. La corteza sólida carcomida por debajo se rompió
en varios sitios. Los que estaban cerca de los bordes sintieron que el piso cedía súbitamente bajo sus pies y rodaron en confuso montón dentro de la hendidura.

El pozo se había cegado, la arena cubría a la mujer hasta los hombres y sobrepasaba más de un metro por encima de la cabeza de Valentín. Cuando después de una hora de esforzada labor se extrajo el cadáver, el sol ya había terminado su carrera, la llanura se poblaba de sombras y desde el occidente un inmenso haz de rayos rojos, violetas y anaranjados, surgía debajo del horizonte y se proyectaba en abanico hacia el cenit.

*Baldomero Lillo (Chile; 1867-1923), Sub-terra. Cuadros mineros, [I ed. 1904 ], Santiago: 1917